La guerra es la continuación de la televisión por otros medios, diría Karl von Clausewitz, si el general resucitara, un siglo y medio después, y se pusiera a practicar el zapping. La realidad real imita la realidad virtual que imita la realidad real, en un mundo que transpira violencia por todos los poros. La violencia engendra violencia, como se sabe; pero también engendra ganancias para la industria de la violencia, que la vende como espectáculo y la convierte en objeto de consumo.
Ya no es necesario que los fines justifiquen los medios. Ahora los medios, los medios masivos de comunicación, justifican los fines de un sistema de poder que impone sus valores en escala planetaria. El Ministerio de Educación del gobierno mundial está en pocas manos. Nunca tantos habían sido incomunicados por tan pocos.
¿El derecho de expresión es el derecho de escuchar?
En el siglo dieciséis, algunos teólogos de la iglesia católica legitimaban la conquista de América en nombre del derecho a la comunicación. Jus communicationis: los conquistadores hablaban, los indios escuchaban. La guerra resultaba inevitable, y justa, cuando los indios se hacían los sordos. Su derecho a la comunicación consistía en el derecho de obedecer. A fines del siglo veinte, aquella violación de América todavía se llama encuentro, mientras se sigue llamando comunicación al monólogo del poder.
Alrededor de la tierra gira un anillo de satélites llenos de millones y millones de palabras y de imágenes, que de la Tierra viene y a la Tierra vuelven. Prodigiosos artilugios del tamaño de una uña reciben, procesan y emiten, a la velocidad de la luz, mensajes que hace medio siglo requerían treinta toneladas de maquinaria. Milagros de la tecnociencia en estos tecnotiempos: los más afortunados miembros de la sociedad mediática pueden disfrutar sus vacaciones en la playa atendiendo el teléfono celular, recibiendo el e-mail, contestando el bíper, leyendo faxes, devolviendo las llamadas del contestador automático a otro contestador automático, haciendo compras por computadora y distrayendo el ocio con los videojuegos y la televisión portátil. Vuelo y vértigo de la tecnología de la comunicación, que parece cosa de Mandinga: a la medianoche, una computadora besa la frente de Bill Gates, que al amanecer despierta convertido en el hombre más rico del mundo. Ya está en el mercado el primer micrófono incorporado a la computadora, para dialogar a viva voz con ella. En el ciberespacio, Ciudad celestial, se celebra el matrimonio de la computadora con el teléfono y la televisión, y se invita a la humanidad al bautismo de sus hijos asombrosos.
La cibercomunidad naciente encuentra refugio en la realidad virtual, mientras las ciudades tienden a convertirse en inmensos desiertos llenos de gente, donde cada cual vela por su santo y está cada cual metido en su propia burbuja. Hace cuarenta años, según las encuestas, seis de cada diez norteamericanos confiaban en la mayoría de la gente. Ahora, la confianza se ha desinflado: sólo cuatro de cada diez confían en los demás. Este modelo de desarrollo desarrolla el desvínculo. Cuanto más se demoniza la relación con las personas, que pueden contagiarse el sida, o quitarte el trabajo, o desvalijarte la casa, más se sacraliza
la relación con las máquinas. La industria de la comunicación, la más dinámica de la economía mundial, vende los abracadabras que dan acceso a la Nueva Era de la historia de la humanidad. Pero este mundo comunicadísimo se está pareciendo demasiado a un reino de solos y de mudos.