lunes, 1 de diciembre de 2014

Patas Arriba (XIV). Lecciones de la sociedad de consumo

"Por las noches, para no ver,
enciendo la luz"



El suplicio de Tántalo atormenta a los pobres. Condenados a la sed y al hambre, están también condenados a contemplar los manjares que la publicidad ofrece. Cuando acerca la boca o estiran la mano, esas maravillas se alejan. Y si alguna atrapan, lanzándose al asalto, van a parar a la cárcel o al cementerio.

Manjares de plástico, sueños de plástico. Es de plástico el paraíso que la televisión promete a todos y a pocos otorga. A su servicio estamos. En esta civilización, donde las cosas importan cada vez más y las personas cada vez menos, los fines han sido secuestrados por los medios: las cosas te compran, el automóvil te maneja, la computadora te programa, la TV te ve.

Globalización, bobalización

Hasta hace algunos años, el hombre que no debía nada a nadie era un virtuoso ejemplo de honestidad y vida laboriosa. Hoy, es un extraterrestre. Quien no debe, no es. Debo, luego existo. Quien no es digno de crédito, no merece nombre ni rostro: la tarjeta de crédito prueba el derecho a la existencia. Deudas: eso tiene quien nada tiene; alguna pata metida en esa trampa ha de tener cualquier persona o país que pertenezca a este mundo.

El sistema productivo, convertido en sistema financiero, multiplica a los deudores para multiplicar a los consumidores. Don Carlos Marx, que hace más de un siglo se la vio venir, advirtió que la tendencia a la caída de la tasa de ganancia y la tendencia a la superproducción obligaban al sistema a crecer sin límites, y a extender hasta la locura el poder de los parásitos de la «moderna bancocracia», a la que definió como «una pandilla que no sabe nada de producción ni tiene nada que ver con ella».

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura del consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos, esta aventura empieza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.

La difusión masiva del crédito, advierte el sociólogo Tomás Moulian, ha hecho posible que la cultura cotidiana de Chile esté girando alrededor de los símbolos del consumo: la apariencia como núcleo de la personalidad, el artificio como modo de vida, la utopía a cuarenta y ocho meses de plazo. El modelo consumista se fue imponiendo, a lo largo de los años, desde que en 1973 los jets Hawker Hunter bombardearon el palacio presidencial de Salvador Allende y el general Augusto Pinochet inauguró la era del milagro. Un cuarto de siglo después, a principios del 98, The New York Times explicó que ese golpe de estado había dado comienzo a «la transformación de Chile, que era una estancada república bananera y se convirtió en la estrella económica de América latina».

¿A cuántos chilenos ilumina esa estrella? La cuarta parte de la población sobrevive en estado de pobreza absoluta, y el senador demócratacristiano Jorge Lavandero ha comprobado que los cien chilenos más ricos ganan más que todo lo que el estado gasta cada año en servicios sociales. El periodista norteamericano Marc Cooper ha encontrado muchos impostores en el paraíso 

del consumo: chilenos que se asan con las ventanillas cerradas para mentir que tienen aire acondicionado en el automóvil, o que hablan por teléfonos celulares de juguete, o que usan la tarjeta de crédito para comprar papas o un pantalón en doce cuotas. El periodista también descubrió algunos trabajadores enojados en los supermercados Jumbo: los sábados por la mañana, hay gente que llena el carrito hasta el tope con los artículos más caros, se pasea entre las góndolas exhibiéndose un buen rato y después abandona el carrito repleto y se va por el costado sin comprar ni un chicle.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar.


Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica. Los Estados Unidos consumen la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que los Estados Unidos apenas suman el cinco por ciento de la población mundial.

«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre.

«Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».


Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidad severa» ha crecido casi un treinta por ciento entre la población joven de los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un cuarenta por ciento en los últimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado.


El país que inventó las comidas y bebidas light, la Diet food y los alimentos fat free tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar televisión.

Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está colonizando los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del sabor químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast foodLa plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald’s Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos ha confirmado, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald’s no puede faltar en la barriga de un buen atleta. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del este de Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald’s viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal, en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados de McDonald’s, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.

En 1996, dos militantes ecologistas británicos, Helen Steel y David Morris, entablaron una demanda judicial contra McDonald’s. Acusaron a la empresa por el maltrato a sus trabajadores, la violación de la naturaleza y la manipulación comercial de las emociones infantiles: sus empleados están mal pagados, trabajan en malas condiciones y no pueden agremiarse; la producción de carne para las hamburguesas arrasa los bosques tropicales y despoja a los indígenas; y la multimillonaria publicidad atenta contra la salud pública, induciendo a los niños a preferir alimentos de muy dudoso valor nutritivo. El pleito, que al principio parecía el pinchazo de un mosquito en el lomo de un elefante, tuvo bastante repercusión, ayudó a difundir toda esta información que la opinión pública ignora, y está resultando un largo y caro dolor de cabeza para una empresa acostumbrada a la impunidad del poder. Al fin y al cabo, del poder se trata: McDonald’s emplea, en los Estados Unidos, más gente que toda la industria metalmecánica, y en 1997 sus ventas superaron las exportaciones de Argentina y Hungría. El Big Mac es tan pero tan importante, que su precio en los diversos países se utiliza, con frecuencia, como unidad de valor para las transacciones financieras internacionales: la comida virtual orienta a la economía virtual. Según la propaganda de McDonald’s en Brasil, el Big Mac, producto estrella de la casa, es como el amor: dos cuerpos que se abrazan y se besan chorreando salsa tártara, excitados por el queso y el pepino, mientras arden sus corazones de cebolla, estimulados por la verde esperanza de la lechuga.

Precios baratos, tiempo breve: las máquinas humanas reciben su combustible y de inmediato retornan al sistema productivo. En una de estas gasolineras trabajó, en 1983, el escritor alemán Günter Wallraff. Era un McDonald’s de la ciudad de Hamburgo, que es inocente de las cosas que se hacen en su nombre. Wallraff trabajó corriendo sin parar, salpicado por las gotas de aceite hirviendo: una vez descongeladas, las hamburguesas tienen diez minutos de vida. Después, apestan. Hay que echarlas a la plancha sin pérdida de tiempo. Todo tiene el mismo gusto: las papas fritas, las verduras, la carne, el pescado, el pollo. Es un sabor artificial, dictado por la industria química, que también se ocupa de ocultar, con colorantes, el veinticinco por ciento de grasa que la carne contiene. Esta porquería es la comida más exitosa de nuestro fin de siglo. Sus maestros de cocina se forman en Hamburger University, en Elk Grove, Illinois. Pero los dueños del negocio, según fuentes bien informadas, prefieren los carísimos restoranes que ofrecen los más sofisticados platos de eso que se ha dado en llamar comida étnica: sushi, thai, persa, javanesa, hindú, mexicana... Democracia no es relajo.



Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor trasmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, este animalito prueba la vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece.

Pobre es el que no tiene a nadie, dice y repite una vieja que habla sola en las calles de San Pablo. Cada vez la gente es más mucha, y cada vez está más sola. Los solos amuchados forman multitudes que se apretujan en las grandes ciudades:

-¿Podría usted, por favor, sacar el codo de mi ojo?

Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuros contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura de consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías. ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar?

El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo veinte ha puesto fin a siete mil años de vida humana, centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América latina, tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.

Mientras nacía el siglo catorce, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?

El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.



El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza. Beatriz Sarlo ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro.

El tradicional paseo de fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos oasis urbanos. Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas.

La cultura de consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso inmediato. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. En este fin de siglo donde lo único permanente es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz, ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shopping center, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos existen fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin embargo y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.

En estos santuarios del bienestar se puede hacer todo, sin necesidad de salir a la intemperie sucia y amenazante. Hasta dormir se puede, según los últimos modelos de shoppings, que en Los Ángeles y en Las Vegas incluyen servicios de hostelería y gimnasios. Los shoppings, que no se enteran del frío ni del calor, están a salvo de la contaminación y de la violencia. Michael A. Petti publica sus consejos científicos en la prensa mundial, en una difundida serie llamada Viva más. En las ciudades con mala calidad de aire, el doctor Petti aconseja a quienes quieran vivir más: «Camine dentro de un centro comercial». El hongo atómico de la contaminación pende sobre ciudades como México, San Pablo o Santiago de Chile, y en las esquinas el delito acecha; pero en este frígido mundo fuera del mundo, aire aséptico, paseos vigilados, se puede respirar y caminar y comprar sin riesgos.

Los shoppings son todos más o menos iguales, en Los Angeles o en Bangkok, en Buenos Aires o en Glasgow. Esta unanimidad no les impide competir en la invención de nuevos imanes para atrapar clientes. Por ejemplo, la revista Veja exaltaba así, a fines del 91, una de las novedades del shopping Praia de Belas, en Porto Alegre: «Para el confort de los bebés, se les brindan cochecitos, facilitando así el paseo de estos pequeños consumidores». Pero la seguridad es el artículo más importante que todos los shopping centers ofrecen. La seguridad, mercancía de lujo, está al alcance de cualquiera que penetre en estos bunkers. En su infinita generosidad, la cultura de consumo nos regala el salvoconducto que nos permite fugarnos del infierno de las calles. Rodeadas de inmensas playas de estacionamiento, donde los automóviles esperan, estas islas brindan espacios cerrados y protegidos. Allí la gente se cruza con la gente, llamada por las voces del consumo, como antes la gente se encontraba con la gente, llamada por las 

ganas de verse, en los cafés o en los espacios abiertos de las plazas, los parques y los viejos mercados: en nuestros días, esas intemperies están demasiado expuestas a los riesgos de la violencia urbana. En los shoppings, no hay peligro. La policía pública y la policía privada, la policía visible y la policía invisible, se ocupan de arrojar a los sospechosos a la calle o a la cárcel. Los pobres que no saben disfrazar su peligrosidad congénita, y sobre todo los pobres de piel oscura, pueden ser culpables hasta que no se pruebe su inocencia. Y si son niños, peor. La peligrosidad es inversamente proporcional a la edad. Ya en 1979, un informe de la policía colombiana, presentado al congreso policial sudamericano, explicaba que la policía infantil no había tenido más remedio que abandonar su obra social para dedicarse a «atajar las maldades» de los menores peligrosos y «evitar el estorbo que su presencia causa en los centros comerciales».

Estos gigantescos supermercados, convertidos en ciudades en miniatura, están también vigilados por los sistemas electrónicos de control, ojos que ven sin ser vistos, cámaras ocultas que siguen los pasos de la multitud que deambula entre las mercancías; pero la electrónica no sólo sirve para vigilar y castigar a los indeseables que pueden sucumbir a la tentación de los frutos prohibidos. La tecnología moderna también sirve para que los consumidores consuman más. En la era cibernética, cuando el derecho a la ciudadanía se funda en el deber de consumo, las grandes empresas espían a los consumidores, y los bombardean con su publicidad. Las computadoras ofrecen una radiografía de cada ciudadano. Se puede saber cuáles son sus hábitos y sus gustos y sus gastos, a través del uso que cada ciudadano hace de las tarjetas de crédito, de los cajeros automáticos y del correo electrónico. De hecho, esto es lo que ocurre cada vez más en los países de alto desarrollo, donde la manipulación comercial del universo on line está violando impunemente la vida privada para ponerla al servicio del mercado. Resulta cada vez más difícil, por ejemplo, que un ciudadano norteamericano pueda mantener en secreto las compras que hace, las enfermedades que padece, el dinero que tiene y el dinero que debe: a partir de esos datos, no es tan difícil deducir qué nuevos servicios podría contratar, en qué nuevas deudas podría meterse y cuántas nuevas cosas podría comprar.


Por mucho que cada ciudadano compre, será siempre poco en relación a lo mucho que se necesita vender. En estos últimos años, por ejemplo, la industria automotriz está fabricando más autos que los que la demanda absorbe. Las grandes ciudades latinoamericanas compran más y más. ¿Hasta dónde? Hay un techo que no pueden atravesar, sometidas como están a la contradicción entre las órdenes que recibe el mercado interno y las órdenes que trasmite el mercado internacional: la contradicción entre la obsesión de consumir, que requiere salarios cada vez más latos, y la obligación de competir, que exige salarios cada vez más bajos.

La publicidad habla del automóvil, pongamos por caso, como una bendición al alcance de todos. ¿Un derecho universal, una conquista democrática? Si eso fuera verdad, y todos los seres humanos pudieran convertirse en felices propietarios de este talismán de cuatro ruedas, el planeta sufriría muerte súbita por falta de aire. Y antes, dejaría de funcionar por falta de energía. Ya en el mundo ha quemado, en un ratito, la mayor parte del petróleo que se había formado a lo largo de millones de años. Se fabrican autos, uno tras otro, al mismo ritmo que los latidos del corazón, y los autos están devorando más de la mitad de todo el petróleo que el mundo produce cada año.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los oídos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta a unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.

Los presidentes de los países del sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, un acto de magia que nos convertía a todos en prósperos miembros del reino del despilfarro, deberían ser procesados por estafa y por apología del crimen. Por estafa, porque prometen lo imposible. Si todos consumiéramos como consumen los exprimidores del mundo, nos quedaríamos sin mundo. Y por apología del crimen: este modelo de vida que se nos ofrece como un gran orgasmo de la vida, estos delirios del consumo que dicen ser la contraseña de la felicidad, nos están enfermando el alma y nos están dejando sin casa: aquella casa que el mundo quiso ser cuando todavía no era.



FUENTE: "Pedagogía de la sociedad", Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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