domingo, 1 de febrero de 2015

Mary Shelley, la creadora de la primera novela de ciencia ficción: Frankenstein


Un día como hoy, pero de 1851, fallecía Mary Shelley, creadora de Frankenstein e hija de la escritora y feminista Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer.

"Uno de esos seres que sólo aparecen una vez por generación, para arrojar sobre la humanidad un rayo de luz sobrenatural. Ella brilla, aunque parezca oscurecerse y los hombres crean que está apagada, pero se reanima de repente para brillar eternamente".
Mary Shelley (hija de Mary Wollstonecraft y autora de Frankestein)



Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida como Mary Shelley (Londres, 30 de agosto de 1797 - ídem, 1 de febrero de 1851), fue una narradora, dramaturga, ensayista, filósofa y biógrafa británica, reconocida sobre todo por ser la autora de la novela gótica Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818). También editó y promocionó las obras de su esposo, el poeta romántico y filósofo Percy Bysshe Shelley.

Originaria de Londres, Inglaterra, Shelley nació el 30 de agosto de 1797, siendo hija del filósofo William Godwin y la escritora y filósofa feminista Mary Wollstonecraft, autora de The Vindication of the Rights of Woman (1792).

De acuerdo con sus biógrafos y biógrafas, su madre murió pocos días después de su nacimiento, dejando huérfana también a Fanny Imlay, su hermanastra de tres años y medio. Tiempo después, su padre contrajo matrimonio con una viuda, quien era madre de dos hijas, y juntos concibieron otro hijo. 

Godwin llevó a sus dos hijas a la unión, sin embargo, Mary nunca se llevó bien con su madrastra, quien decidió que sólo su hermanastra fuera enviada a la escuela, cita el portal electrónico "biography.com".

Aunque no contó con una educación formal, Mary se acercó a los libros por propio interés, de tal manera que podía sentarse a leer junto a la tumba de su madre.

Poco a poco, la escritura se convirtió en su mejor pasatiempo y publicó su primer poema, Mounseer Nongtongpaw, en 1807.

A la edad de 16 años dejó su hogar, para partir a Francia y a Suiza con el poeta británico Percy Shelley (1792-1822), con quien mantenía una relación amorosa.

La pareja contrajo matrimonio en 1816, después de que la primera esposa del poeta se suicidara. Como resultado de la unión llegó su hijo Percy Florence.

En 1818 publicó su primera novela, Frankenstein, considerada la más importante de sus obras y fundadora de la ciencia ficción; ésta la escribió por una apuesta que estableció con el poeta británico Lord Byron (1788-1824).

A decir de Mary Shelley, surgió de una pesadilla que tuvo a los 18 años, y al contarla en una reunión con el poeta, donde se leyeron cuentos de terror, formó el personaje que más tarde se convirtió en un notable éxito para la escritora.

La popularidad de Frankenstein, cuya historia gira en torno a una criatura creada por un estudiante a partir de cadáveres humanos, la llevó a ser adaptada para teatro y cine, incluso ha servido como inspiración para algunas parodias.

Cabe destacar, también, su novela El último hombre, publicada en 1826, que continuó en la línea de la ficción.

En 1822 murió su esposo, por lo que la autora comenzó a difundir las obras del también poeta, a través de Poemas póstumos (1824) y Obras poéticas (1839).

Mary Shelley falleció el 1 de febrero de 1851 en Londres, Inglaterra, a los 53 años de edad. Fue enterrada junto a sus padres en el cementerio de St Peter, en Bournemouth, Inglaterra.

A su muerte fue principalmente recordada como la esposa de Percy Bysshe Shelley y la autora de Frankenstein. Desde la primera adaptación teatral de esta novela en 1823 a las adaptaciones en el cine llevadas a cabo en el siglo XX, incluyendo las famosas versiones de James Whale en 1931, la de Mel Brooks en 1974 (El jovencito Frankenstein) y la de Kenneth Branagh de 1994, o Remando al viento de Gonzalo Suárez en 1987, el primer contacto con la obra para muchas audiencias ha sido a través de adaptaciones. Durante el siglo XIX, Mary Shelley comenzó a ser vista como la autora de una sola novela: Frankenstein.

En el prólogo que ella misma escribió en 1831 para Frankenstein, Mary Shelley (1797-1851) responde a una pregunta que le hacían con insistencia: ¿cómo se le había ocurrido una idea tan horrorosa? Cuenta allí la génesis de una obra que sería clásica y congrega altísimos valores literarios filosóficos y mitológicos. La novela narra cómo el joven científico Victor Frankenstein se propone combinar los adelantos de la química y la física para investigar el origen de la vida. Creyendo servir así a la humanidad e ignorando todo límite, crea en su laboratorio un ser humano compuesto con órganos y miembros de personas muertas. Una vez vivo, ese ser resulta monstruoso. Frankenstein, herido en su narcisismo y ciego a lo que ha producido, desprecia esa aberración. La bestia, despechada por la falta de amor y reconocimiento, escapa al control de su desquiciado creador y se transforma en una desbocada fuerza asesina. Sus crímenes (que incluyen a seres cercanos al científico) les serán adjudicados a personas inocentes, a quienes se condenará injustamente por ellos. 

Frankenstein calla, pero vive torturado por una culpa y una angustia crecientes. Su criatura lo busca, finalmente se encuentran, el monstruo pide aceptación, el científico la niega y, en cambio, le enrostra su odio. Quiere alejarlo, pero no será posible, y aunque pudiera matarlo no eliminará ni apagará el infierno moral que encendió dentro de sí con su soberbia y su omnipotencia. “Soy su obra y le debo afecto y sumisión, por ley natural usted es mi dueño y señor”, le recuerda el monstruo. Y esto es lo que Víctor Frankenstein no soporta: sabe que es él, y nadie más, el verdadero culpable, aunque física y técnicamente no haya matado a nadie. Y deberá aceptar la presencia de su criatura, deberá escucharla, reconocerla y acompañarla, como ocurre en la novela, hasta el fondo de la oscuridad en la que ambos se arrojan, cada uno a su modo.

Publicada por primera vez en 1818, Frankenstein es una obra literaria mayor, inagotable, de una belleza sombría y una profundidad inquietante, escrita por una chica de 19 años, casada con el célebre poeta romántico Percy Shelley. Como todos los clásicos, se mantiene vigente porque periódicamente en las sociedades ocurren cosas que remiten a sus contenidos, los reavivan y los confirman. No dejan de aparecer los monstruos descontrolados creados por la soberbia, la prepotencia, la codicia, la inmoralidad, la psicopatía, la perversión o el narcisismo. Víctor Frankenstein resucita ocasionalmente como científico, como tecnócrata, como economista, como asesor, como ministro en la luz (o en la sombra) y como presidente o presidenta de un país.


A veces uno de estos Frankenstein reniega de su criatura e intenta matarla. Por ejemplo, decreta el final de un servicio de inteligencia capaz de producir asesinatos disfrazados de suicidio, misteriosas desapariciones u otras brutalidades. Cree que con el monstruo desaparecen sus propias huellas de creador e inspirador. Pero el Frankenstein de Shelley tiene una hondura de la que estos chatos émulos carecen. Conoce la culpa, tiene conciencia de lo que ha desatado. Sabe que la muerte de su criatura no eliminará la matriz que la creó, pues esa matriz está en él y, por lo tanto, puede provocar nuevas criaturas. Víctor Frankenstein sabe, y ésta es su tragedia, que ha cruzado una línea imborrable y sin retorno. Nada de esto roza siquiera la conciencia de quien, creyéndose la víctima y no la victimaria, anuncia que el monstruo murió, que no fue creado en su laboratorio y que, sencillamente, parirá otro, esta vez bondadoso y útil. Esta banalidad, esta incapacidad de conectar con la tragedia, esta patética, destructiva y cegadora voracidad de poder, marca la diferencia entre el Frankenstein de la novela y su copia chapucera. En Frankenstein había arte. Aquí sólo hay crimen. En lo único que se parecen, cuando se los compara bien, es en la letra k. Por lo demás, la obra de Mary Shelley ya probó ser inmortal, mientras estos personajes, más allá de su inmensa capacidad de daño, posiblemente se hundirán, a la larga, en el más negro y merecido de los olvidos.



FUENTE: EL SIGLO DE TORREÓN, PERFIL | SERGIO SINAY

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